Mapa corográfico de la provincia de Yucatán que comprende desde la Laguna de Términos en el Seno mexicano hasta de los Zapatillos en el Golfo de Honduras, 1798″. (Fuente: Michel Antochiw, Historia cartográfica de la península de Yucatán, México: Comunicación y Ediciones Tiacuilo, 1994).
Por Gilberto Avilez
Entre el año de 1810 y el año de 1821, en el centro de lo que hoy es México y más allá, en el Bajío de donde se originó el grito de Dolores, en el Occidente –antiguas tierras de Nueva Galicia- y las escabrosas montañas de Guerrero y los valles de Oaxaca y las costas candentes del Golfo hasta Tabasco, en lo que se conocía como el virreinato de la Nueva España comenzó el largo proceso de desgajamiento del Imperio Español, un proceso de independencia que tuvo sus momentos estelares con el Congreso de Anáhuac y la escritura imperecedera de los Sentimientos de la Nación de Morelos de 1813,1 y que casi se extingue desde 1815 con la captura y el posterior asesinato del Generalísimo y “Siervo de la Nación” a manos de la iglesia inquisitorial.
El Grito de Dolores, las huestes de léperos y de indios y pobres siguiendo a la turba que crecía y crecía en pos del cura Hidalgo, El Despertador Americano como padre de todos los periódicos mexicanos, la estafeta que le dio el cura Hidalgo a su alumno Morelos para que incendie las montañas del sur y tomase el rico puerto de Acapulco, la toma de la Alhóndiga de las Granaditas y el Pípila, los años y los días en la guerra de Calleja que luego sería Virrey. El pundonoroso Sitio y Resistencia de Cuautla de Amilpas cuando los insurgentes, al mando de Morelos resistieron con patriotismo al ejército español. El esmirriado pábilo de la libertad cuidada en un hueco de las montañas sureñas por don Vicente Guerrero poniendo en primer lugar a la patria que apenas era conocida como México. Acatempan y el Abrazo del criollo triunfante Iturbide con el afro-mestizo Guerrero, la entrada del Ejército trigarante el 27 de septiembre de 1821 a la antigua ciudad de los virreyes, ahora proclamando un Imperio mexicano desde el 28 de septiembre mediante una ficción jurídica que decía que “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”.2 ¿A qué nación mexicana se referían?, ¿a la nación mexica o a las tribus y pueblos indios que secundaron a Cortés para derrotar a Tenochtitlan?
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El auge y caída del criollo emperador Agustín de Iturbide y el inicio del verdadero proceso de construcción del Estado mexicano en 1823 posterior al plan de Casa Mata cuando comenzaría para el país las luchas partidistas –insurgentes, liberales, conservadores, vendepatrias o patrioteros- de los que defenderían el federalismo, el centralismo, la república radical constitucionalista o el regreso al imperio con un Habsburgo perdido en la historia. Todo esto, para el caso de la lejana península de Yucatán, no significó cosa alguna más que de rebote, a veces más que de oídas. Dice bien Albino Acereto, lo refrendaría también don Rubio Mañé: todo ese sarao de luchas fratricidas y mueras de gachupines, criollos, mestizos e indios que sucedía pasando más allá de los pantanos tabasqueños, era casi inadvertido para Yucatán, salvo que los ecos melódicos de las nuevas filosofías del siglo habían llegado a un selecto grupo de jóvenes díscolos filósofos que pronto dejarían la sotana de los sanjuanistas y harían cosas dignas en México y hasta en la lejana Texas:3 en Yucatán no hubo curas que movieran ni un centímetro a los mayas –eso pasaría 35 años después, y no serían los curas sino los antiguos batabes de los pueblos- para proclamar la independencia de España, pues se hacía difícil las comunicaciones con la región de Anáhuac por las distancias por mar y tierra, y por las noticias inciertas de los acontecimientos que a veces daban el triunfo a los insurgentes, y las más de las veces su fracaso y derrota por la muerte de sus caudillos cuando el pábilo de la insurgencia se había reducido a un hueco de las Montañas del Sur (región que todavía no se llamaba Guerrero) donde se encontraba agazapado con unos cuantos hombres don Vicente Guerrero.4 Pero lo cierto es que la noticia de la independencia –el pacto de caballeros de la oligarquía mexicana y sus necesidades imperiales de súbditos consuetudinarios- llegó “sin anuncio previo” al último gobernador colonial de Yucatán, el mariscal Echeverri, un 15 de septiembre de 1821, cuando por una nota enviada por el gobernador militar de Tabasco D. Antonio de Toro, se enteró que una fuerza del nuevo soldado de la independencia, el flamante nuevo caudillo Agustín de Iturbide, comandada por Juan Nepomuceno Fernández, había irrumpido en aquella provincia chontal proclamando la independencia y siendo recibido con entusiasmo y enjundia por el pueblerío.5 Nepomuceno acaudillaba una fracción de las fuerzas que había destacado el coronel Santa Anna –el futuro “guerrero inmortal de Zempoala” y presidente en once ocasiones representando tanto a liberales como a conservadores- desde Cosamaloapan para llevar la chispa de la Revolución hacia la costa.
Ancona es de la idea de que los habitantes de la Península deseaban también hacía mucho emanciparse de su antigua metrópoli (cosa debatible, pues considero que esta idea independentista solo fue posible entre lo más granado de la intelectualidad blanca yucateca, los sanjuanistas, no así entre los mayas, cuyo momento independentista no había llegado aún), “pero comprendiendo que no tenían elementos para luchar por sí solo con el gobierno español” ni mucho menos para formar un Estado independiente, “resolvieron por un acto espontáneo de su voluntad, unir su suerte al imperio que acaba de fundar Iturbide”.6 Hay que decir que fue un acto espontáneo de la voluntad, sí, pero de una reducida casta de linajudos y patricios de Mérida la de Yucatán, quienes el 15 de septiembre de 1821, presididos por el último gobernador de las Españas en Yucatán, el mariscal Echeverri, se reunieron en la casa consistorial de Mérida; era una junta compuesta de las autoridades principales y vecinos principales de aquella sociedad con olor todavía a fuerte ruda colonial, y allí, después de exponerse las intrincadas y poderosas razones que tenían los “yucatecos todos” para romper los lazos que les ataban al trono español, acordaron, seis días antes de la entrada del ejército trigarante a la ciudad de México, por abrazar “el gran negocio de la independencia”7 que había sido llevado a feliz término con la firma de los tratados de Córdoba del 24 de agosto de 1821. Echeverri presidió la junta, para acto seguido renunciar al cargo de gobernador que desempeñaba, y, con esto, la Diputación Provincial de Yucatán (lo que sería el congreso estatal en la jerga moderna) designó para reemplazarlo al intendente D. Pedro Bolio y Torrrecilla.8
El 2 de noviembre de 1821 se jura en Mérida la nueva “nacionalidad”, y se enarboló en los edificios públicos el primer lábaro trigarante. Rubio Mañé, conocedor como nadie de los caminos sinuosos de la conquista y colonia, apunta este símil de las voluntades de pertenencia que hubo antes con Nueva España y ahora con México, de las voces provenientes de Yucatán:
“Liquidado ya el régimen español, Yucatán, por su propia voluntad, se une al nuevo régimen americano, a la nacionalidad mexicana, a la metrópoli que después de España había reconocido por tres siglos. No medió conquista. Fue obra de la opinión popular, impulsada por los acontecimientos. Era la misma opinión que a raíz de la conquista solicitó que Yucatán dependiera de la Real Audiencia de México. Al cabo de tres siglos la identificación con México continuaba imperturbable. Por tres siglos Yucatán fue de la Nueva España por su voluntad. Ahora va a ser del Imperio Mexicano, Sucesor de la Nueva España por la voluntad popular”.9
Y lo sería, por voluntad popular y por su defensa del federalismo, de la república mexicana. En menos de lo que canta un gallo, los caudillos militares se levantaron en armas por el despotismo ilustrado del emperador Iturbide, proclamando Santa Anna y Guadalupe Victoria el Plan de Casa Mata, en febrero de 1823. Disuelto el primer imperio, y ante la crisis de gobernabilidad que atravesaba la reciente nación mexicana que iniciaría su era de los pronunciamientos, motines y cuartelazos militares por casi medio siglo, Yucatán, mediante su Diputación Provincial, resolvió el 29 de mayo de 1823 proclamar la República federal y declarar que Yucatán continuaría unido a México, “siempre que el gobierno que se estableciese en aquella nación fuese liberal y representativo, y la península conservara su soberanía en su régimen interior”. Es decir, desde los primeros momentos de la vida independiente –y esta es la tesis que sostuvo brillantemente don Jorge Ignacio Rubio Mañé en 1935 y al cual nos escoramos- a Yucatán no pueden considerarla nadie como “separatista” ni “hermana república” menor de México: en la defensa del federalismo radical y del equilibrio necesario entre el centro y las provincias, Yucatán estaba a un paso delante de lo que se destilaba en el centro del país. Fue así que el 31 de enero de 1824, al proclamar el Congreso mexicano la república federal, Yucatán apareció inscrito en el Acta Constitutiva de la Federación, en su artículo Séptimo.
Sin participio alguno en el proceso de independencia más que en las lides de ideas (las tímidas filosofías políticas y sociales que discurrieron los Sanjuanistas contra el pensamiento “rutinero”), Yucatán era una península que en las primeras cartografías del descubrimiento y conquista fue considerada otra más de las islas del Caribe. Una región que durante 300 años estaba constituido como Capitanía General, pero sin audiencia y con un gobernador elegido directamente por el Rey más que por el virrey de la Nueva España. En dos ocasiones, durante sus primeros años gobernada por los Montejo, estuvo esta Capitanía General bajo la égida de la Audiencia de los Confines, en Guatemala, pero a partir de la real cédula firmada por el Rey Felipe II en Toledo el 9 de enero de 1560, la provincia de Yucatán, Cozumel y Tabasco, se reincorporó a la Real Audiencia de México, y desde entonces “quedó Yucatán ya sujeto a la Nueva España definitivamente”, siendo los primeros hijos de Yucatán los que solicitaron su adhesión a Nueva España”, algo similar que ocurriría 300 años después con la Independencia.10
Para Rubio Mañé, que cuestiona las tesis del supuesto separatismo yucateco, habría que entender la singularidad de la Península, más que en términos separatistas, en términos regionalistas: “Las luchas en que se ha debatido la desventurada patria mexicana en el curso de su vida nacional han pretendido destruir el vínculo de mi tierra chica para con la grande, y esto ha creado la falsa convicción de que Yucatán es separatista cuando no lo es, ni nunca lo ha sido”.
Y más que hablar de separatismo, la historia tanto prehispánica como colonial de la Península de Yucatán establecerían esos vasos comunicantes con lo que hoy es el centro de México. Prehispánica con las invasiones toltecas y su mayanización posterior desde la etapa posclásica (900-1500). La conquista de Yucatán, por su parte, solo pudo ser una empresa victoriosa una vez que Montejo el Mozo aceptó el patrocinio del primer Virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza,11 al equipar sus huestes y darle lo necesario para la empresa que había dejado vacante y fracasada su padre, incluido “indios conquiros”, tlaxcaltecas y mexicas que contribuirían con su tributo de sangre indígena para la conquista del Mayab. En ese sentido, más que hablar de separatismo por lo que implicó las separaciones momentáneas de la Península del centralismo militar de México durante el primer siglo independiente, Rubio Mañé acude a la comprensión singular de esta macrorregión, que en 300 años de colonia configuró un sentimiento, un sustrato propio en su cultura, una arboladura regionalista que se puede observar en su geografía áspera y en el pueblo maya que sostuvo el barniz occidental para configurar un entramado propio de su historia regional: “Si Yucatán es medularmente regionalista es porque nuestra situación especial y nuestra historia particular han creado costumbres muy natas, caracteres muy locales, causas y efectos naturales del aislamiento en que hemos vivido. Pero que de esto se tome fundamento a calificarnos de separatistas es un grave absurdo. Nuestra historia atestigua lo que estoy afirmando, la historia vernácula, analizada con sereno juicio, comprueba esta tesis”.12
1 En el postulado 15 de los Sentimientos de la Nación se establecía el fin de la esclavitud y las diferenciaciones de castas: “Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales y sólo distinguirá á un americano de otro, él vicio y la virtud”.
2 Acta de Independencia del Imperio Mexicano. 28 de septiembre de 1821.
3 Como es el caso de don Andrés Quintana Roo y don Lorenzo de Zavala, y que este último decidió su suerte apoyando la causa texana.
4 Albino Acereto (1947). “Historia política desde el descubrimiento europeo hasta 1920”, Enciclopedia Yucatanense…Volumen III.
5 Nepomuceno Fernández, por este hecho, fue conocido como “el libertador de Tabasco” y fue su primer gobernador en la etapa independiente.
6 Ancona, Eligio (1881). Compendio de la historia de la península de Yucatán que comprende los estados de Yucatán y Campeche, escrita en forma de diálogo para el uso de las escuelas. Mérida: Imprenta del Eco de [roto], p. 63.
7 Frase que entresaqué de los Tratados de Córdoba. 24 de agosto de 1821.
8 Ancona, Eligio (1881). Compendio de la historia de la península de Yucatán…
9 Jorge Ignacio Rubio Mañé (1935). El Separatismo de Yucatán. Mérida: Imprenta Oriente, p. 45.
10 Jorge Ignacio Rubio Mañé (1935). El Separatismo de Yucatán. Mérida: Imprenta Oriente, p. 36.
11 Fue Virrey entre 1535 a 1550, el lapso de tiempo en que finalmente fue conquistada parcialmente la Península de Yucatán (noroeste, Campeche y la cuchilla puesta al suroriente con la solitaria Salamanca de Bacalar).
12 Jorge Ignacio Rubio Mañé (1935). El Separatismo de Yucatán. Mérida: Imprenta Oriente, p. 24.