La música de la selva del antiguo Territorio de Quintana Roo: apuntes sobre la obra de don Policarpo Aguilar


Por Gilberto Avilez

El veterano chiclero petuleño, don Raúl Cob, me decía que los primeros en enseñarles el oficio de chiclero a los mayas yucatecos y quintanarroenses, fueron los míticos «tuxpeños», esos hombres de armas tomar que dominaron la selva quintanarroense en los primeros años del chicle en la Península de Yucatán.

Cada año, de 1920 y hasta bien entrado la década de 1950 (y con reverberos hasta en 1970), a principios de mayo y antes de las primeras lluvias, los chicleros del pueblo de Peto y los que venían del interior del estado de Yucatán y de otros estados de la república como los tuxpeños, se contrataban en las casas de comercio locales de los contratistas del chicle, y la más importante de estas casas comerciales era la que regenteaba el «turco» Antonio Baduy Badías, que en un momento de su poderío comercial llegó a tener medio Quintana Roo en concesión forestal (Baduy fue el fundador del antiguo Kilómetro 50, hoy cabecera municipal de José María Morelos). Un corrido de estos míticos chicleros tuxpeños, reza de esta forma:

«Cuando salimos de Tuxpan

todos con gusto y afán,

salimos para el enganche

al estado de Yucatán».

Después de una travesía por el Golfo de México, el barco que traía a esa rama mayance de chicleros de Tuxpan, arribaría a Chicxulub Puerto, de ahí pasarían a Progreso y Mérida, y en este punto tomarían el “vagón” ferrocarrilero hacia el Peto chiclero, la puerta de la Montaña chiclera en el sur de Yucatán:

«Por fin llegamos a Peto,

todos con gusto y afán,

y todos fuimos en grupo

a un famoso restaurán».

Los tuxpeños subían a los zapotales con polainas, espolones y el machete moruno, pero los mayas de los pueblos peninsulares, fueron más arriesgados: subían a puro pelo (sin polainas, botas y espolones), con pura «lanzadera» se trepaban a los recios y enormes árboles de zapotes, a los cuales picaban con “el machete pando, ancho, gordo y delgado en el metal”. Pero entre tuxpeños y mayas, con los años, se forjó un pueblo nuevo, el fermento de lo que es ahora el estado de Quintana Roo, al menos del Quintana Roo de tierras adentro.

Una canción de los chicleros tuxpeños, lo escribió el cantor de la selva chiclera quintanarroense, don Policarpo Aguilar, chiclero de los mayores, llamado “La contrata afamada”.1 Esta canción de don Policarpo está basada en las historias que se decían del barco pailebot “La Marucha”, propiedad de la empresa chetumaleña Garabana. Policarpo cuenta el trayecto, en breves líneas, de los chicleros tuxpeños:

“Cuando salieron de Tuxpan

de la contrata afamada/

Que gritería tan bruta,

Formaba la chiclerada”.

Eran los tuxpeños que traían “la moruna”, cuando el machete pando “a un lado quedó”. El lujo de esos humildes chicleros, era la jornada “para comprar alimentos”. La Marucha surcó todo el Golfo, caboteó toda la Península, pero al llegar al puerto de Xcalac, zarandeada por vientos huracanadas, se vio forzada a buscar abrigo para lo que faltaba por llegar al viejo Payo Obispo. Ahí, entre el viento huracanado, la noche del abrigo, una mujer, Francisca Zamora, chiclera, defendió su honra con su machete moruno y le cortó de un solo tajo la mano a un chiclero que se quería propasar. Francisca Zamora, chiclera esa mujer. Esa historia de la contrata afamada la contó don Policarpo sobre los que salieron de Tuxpan con rumbo a Quintana Roo.

Los historiadores dedicados a las cosas de Quintana Roo, centramos nuestros estudios a los trabajos clásicos del estado en todas sus vertientes: textos antropológicos, históricos, arqueológicos, jurídicos, geográficos, periodísticos, etc., amén de lo que nos digan la indagación de los archivos regionales, nacionales y hasta internacionales. Concebimos varios tiempos históricos, y uno de ellos es el periodo del chicle.

Muy pocos tomamos en serio la fuerza de la música para experimentar o tratar de entender el oriente peninsular.2 Quintana Roo, es cierto, es un mar de sinfonías selváticas y marinas; su cuerpo, antes recorrido por los míticos chicleros, es surcado por un crisol étnico donde la mayanidad se mece en el juego de las identidades en fuga y las recreaciones cotidianas de los que han venido a poblar este estado a partir del siglo XX.

En innumerables entrevistas a jóvenes octogenarios y nonagenarios que recorrieron hace 40 o 50 años la Montaña Chiclera, los viejos chicleros me contaron de sus vidas cotidianas en el jato chiclero, en «el Territorio». La música de tuxpeños, los sonidos de las jaranas yucatecas, las voces caribeñas –del sambay y el sambay macho- y hasta los sones africanos germinaron en la manigua oriental bañada por las lluvias del tiempo de la chiclerada.

Uno de esos cantores de la selva, que en unas cuantas canciones conjuntó la riqueza de Quintana Roo en sus melodías pegantes, fue don Policarpo Aguilar, el bacalareño universal que, gracias al trabajo de Jaime Arturo Alvarez Cervera (productor del disco Chiclero, de don Policarpo Aguilar3) los estudiosos del periodo del chicle en la Península cuentan con ese material musical para sintetizar un siglo del Caribe tropical mexicano. Sobre todo, para mirar con los ojos de un antiguo chiclero y maderero, ese antiguo Territorio desaparecido por la «modernidad». Es que don Policarpo cantó al viejo puerto de mayas y al camino del español, y se admiró de Konhulich, de Chachooben, de su lindo Bacalar y de la belleza de la chetumaleña. En varias de sus letras de sus canciones que aparecen en el disco Chiclero, Policarpo se presenta como el que recuerda un pasado que su memoria no puede olvidar más que en la muerte. Nos decía que las letras de sus canciones no las había inventado, antes bien las había vivido, caminado: “Pero muchas de estas que encontramos, en estas ruinas, vivas en aquel entonces, encontrábamos y veíamos los vestigios, los cántaros, las cacerolas, las cazuelas las veías enteras todavía y la pintura, como si la acabaran de pintar”, contaba don Policarpo.

Recordando al jato chiclero en la canción “el Chiclerito”, nos recordó que el baile del chiclerito “es movidito” como el sambay y el sambay macho, esos “ritmos tropicales de nuestra antigua región”. Y en la selva, en lo más tupido de la selva chiclera una tambora era una lata, y con esto se armaba la bachata al ritmo de un marimbol que alguien trajo de los pueblos del Hondo. Pero don Policarpo, al escribir y cantar sus canciones, sabía que el tiempo inexorable jugaba en el presente, pues “de aquel viejo Payo Obispo y sus centrales chicleras solo el recuerdo quedó”, y de las antes ubérrimas selvas milenarias del Territorio que cubrieron ciudades mayas, “el progreso lo arrasó”. Y en el jato se construiría una y otra vez la identidad musical del antiguo Territorio, y de ahí se nutrió en demasía el cantor de la selva quintanarroense

El marimbol: instrumento musical del Caribe y el caribe mexicano.

Al caer la noche, en el «jato» chiclero la guitarra comenzaba a ser rasgada, generalmente un tuxpeño era la que la hacía sonar. Y por un momento, el ruidero de la noche, la miríada de pájaros que buscaban refugio en los zapotales sangrantes durante el día, era ocupado por el sonido de las voces de aquellos caminantes solitarios, de aquellos gambusinos de la selva, los viejos chicleros.

Voces africanas de belfos interminables que vivían del otro lado del Hondo, voces mayas bañadas por su lengua tranquila; pero, sobre todo, voces de la lejana tierra del tuxpeño que ya no recordaba cómo era su tierra, si había montañas en ella, o si todo ha sido siempre como esta tupida y enmarañada selva que humedece hasta el más seco corazón.

Porque la vida cotidiana en el “Jato” era cruzada no sólo por el rugido del balam, y tampoco solamente por las jeremiqueadas del saraguato y del mono aullador, ni por el sonsonete de cigarra de la perenne lluvia que venía del Caribe y que bañaba a la selva para agosto y septiembre en lo mero bueno de la chicleada, y que a veces traía sus malhadados huracanes que empantanaban y jodían la temporada del chicle.

Estos hombres solitarios, algunos recordando sus jacales en Payo Obispo, en Yucatán o Veracruz, donde corrían sus hijos la polvareda de su pobreza antes de ser la siguiente generación de hombres solitarios, después de secar o humear sus trapos frente a la lumbre del jato, se daban el tiempo necesario para humanizar a esa selva que tanto conocían como al vientre de sus solitarias mujeres.

Y otros, viejos ya, y dueños únicamente de la memoria, dicen que a 100 metros de donde picaba por las mañanas y hacía escurrir la resina del zapote, el chiclero escuchaba a otro chiclero subido al árbol, picando como él y cantando canciones a la Montaña. Los chicleros cantaban de zapote en zapote, y a esos chicleros oyó a la perfección y nunca olvidó sus cantos don Policarpo Aguilar.

Sobre Policarpo Aguilar y el trabajo de Álvarez Cervera, Elisabeth Cunin escribió lo siguiente: “Arturo Álvarez (Alvrix) es probablemente el pionero de la renovación de la música afrocaribeña en el sur del estado [de Quintana Roo]. Su álbum Chetumal rasta abrió el camino a la generación actual de músicos; al producir Chiclero, de Policarpo Aguilar, recordó que la música afrocaribeña se ha arraigado en la región desde principios del siglo XX, a través de los campamentos forestales”.4

La geografía cultural de Quintana Roo, no lo pudo sintetizar nadie mejor que el cantor de la selva, el siempre recordado bacalarense, don Policarpo Aguilar: “Y que vengan de donde vengan, aquí les espero yo, no importa de donde vengan, que vengan a Quintana Roo.” Geografía contrastada y revitalizada por tantas patrias chicas gestadas por los que decidieron dejar sus tierras para construir una nueva en los confines tropicales de una nación mestiza y diversa. Son esas tantas voces, sentimientos y creencias de todos los rumbos de la rosa de los vientos, que Ramón Beteta describió en su célebre libro Tierra del chicle, en la década de 1930, cuando visitó Chachoben, en ese entonces un pueblo chiclero incrustado en la ubérrima selva quintanarroense, y que don Policarpo supo expresar con claridad a lo largo de las letras de sus canciones.

En mayo de 2016, en Bacalar, entrevisté a la viuda de ese gran trotamundos de la selva chiclera que supo amarla con su música repleta de historia, geografía y sonidos garífunas, caribeños y peninsulares, y que en la década de 1930 recorrió todo el Territorio en busca de zapotales, y ese sedimento cultural de don Policarpo fue plasmado en esas canciones «pegalonas» y movibles que se puede apreciar en el disco Geografía musical. Don Policarpo Aguilar no necesita presentación, he dicho que su canción «Geografía musical» podría ser el verdadero himno de Quintana Roo. En el pequeño folleto de su único disco que produjo, gracias a Jaime Arturo Álvarez Cervera, se puede leer lo siguiente:

Última fotografía de don Policarpo Aguilar: Bacalar, 2016. Tomada por Gilberto Avilez.

«Hombre de su tiempo y de su mundo, Don Policarpo Aguilar fue chiclero en los años 30 del siglo XX; talador de caoba y pescador, cuya sensibilidad le permitió traducir al lenguaje musical la historia del microcosmos que le tocó vivir. Compartió trabajo con hombres de lugares como Belice, a quienes escuchaba cantar en los árboles mientras extraían el chicle”.

Quintana Roo, ese microcosmos magicorrealista, tuvo a muchos cantores de la selva, y creo que el más conspicuo de todos, fue el maestro don Policarpo.

1 Cfr. La liga electrónica siguiente: https://www.youtube.com/watch?v=zRSth8WjkJM&list=RDzRSth8WjkJM&start_radio=1

2 Salvo el señero y acucioso estudio de Elisabeth Cunin de hace más de una década. Cfr. Cunin, Elisabeth “En Chetumal, no somos rasta pero nos gusta el reggae”: música afrocaribeña en la frontera México-Belice. Alteridades, vol. 22, núm. 43, 2012, pp. 79-94 Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa Distrito Federal, México.

3 Chiclero. Policarpo Aguilar. Producción Arturo Álvarez (Alvrix). Bahía del Sol Record, Chetumal, 2024.

4 Cunin, Elisabeth “En Chetumal, no somos rasta pero nos gusta el reggae”: música afrocaribeña en la frontera México-Belice….pp. 89-90.

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