En un escenario singular en Anchorage, Alaska, se celebró la primera cumbre entre Estados Unidos y Rusia en cuatro años. La cita, cargada de simbolismo y excentricidades, se desplegó a casi 8.000 kilómetros del frente ucraniano, marcando un punto de inflexión en las relaciones entre las potencias.
Un encuentro de alto voltaje con señales geopolíticas
La cumbre de estados unidos rusia en la base Elmendorf-Richardson, un enclave de la Guerra Fría, fue el centro de atención. El expresidente estadounidense Donald Trump, impulsor del encuentro, expresó su deseo de que este significara el «fin del juego» para la guerra en Ucrania, el conflicto más letal en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, Vladimir Putin propuso un acuerdo para limitar las armas nucleares estratégicas, esperando que esto abriera un debate más amplio sobre los intereses globales de ambas naciones, más allá del conflicto ucraniano.
El mensaje de Lavrov y la sombra soviética
La llegada del ministro de Relaciones Exteriores ruso, Serguei Lavrov, a Anchorage no pasó desapercibida. Su elección de vestuario, un buzo con las antiguas iniciales de la Unión Soviética (CCCP/URSS), fue interpretada como un claro gesto sobre las preferencias geopolíticas del gobierno ruso. Este simbolismo resuena con la histórica declaración de Vladimir Putin, quien calificó el colapso de la URSS en 1991 como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”. Aunque Putin rechaza las acusaciones de intentar restaurar la Unión Soviética, sus esfuerzos por mantener o aumentar la influencia rusa en antiguos estados soviéticos alimentan el debate.
Excentricidades en el ártico y la logística del evento
Más allá de las profundas implicaciones políticas, el entorno natural de Alaska añadió un toque inusual a la cumbre. Un alce y un oso cruzaron tranquilamente al menos una retransmisión televisiva en directo en las horas previas al encuentro, recordatorio de la particularidad de la región. El grupo de prensa del Kremlin experimentó una logística peculiar, alojándose en el Alaska Airlines Center, donde una sala semiabierta, dividida por tabiques, obligó a algunos periodistas a improvisar sus propias camas estilo campamento, aunque se les proporcionó comida gratuita en un campus universitario cercano.
Las expectativas desde Alaska y el sentimiento local
Donald Trump fue el primero en llegar a Anchorage y se reunió con el gobernador republicano Mike Dunleavy y senadores estatales. Dunleavy manifestó sus esperanzas para la cumbre y la posibilidad de un «fin del juego» para la guerra en Ucrania, enfatizando la necesidad de la participación del presidente ucraniano Volodímir Zelenski en la resolución final.
El estado de Alaska, cuya punta más occidental se encuentra a solo 90 kilómetros del extremo oriental de Rusia, tiene una rica historia, habiendo sido colonizado por rusos en el siglo XVIII y posteriormente comprado por Estados Unidos en 1867. A pesar de su proximidad, ningún líder ruso había visitado la región antes. Galina Tomisser, residente ruso-estadounidense y antigua profesora de escuela en Anchorage, expresó: “Solo quiero tener esperanza, y dicen que la esperanza es lo último que se pierde, para que esta reunión, esta cumbre, dé algunos frutos”.
Sin embargo, no todas las voces en Anchorage compartían el optimismo. Manifestantes proucranianos se congregaron con una gran bandera que proclamaba «ALASKA APOYA A UCRANIA». Helen Sharratt, una residente de 65 años originaria de Inglaterra, se mostró escéptica: “Esto es solo una puesta en escena para Donald Trump. Le gusta quedar bien y pensar que está haciendo algo, pero no está haciendo nada. Y reunirse con Putin es, en realidad, no sé quién es peor a la hora de llegar a un acuerdo y no cumplirlo”.
Incluso el bar local, Chilkoot Charlie’s, exhibe una peculiar colección de recuerdos soviéticos y zaristas, incluyendo fotografías de Vladimir Lenin y del último zar Nicolás II, fusilado por los bolcheviques en 1918, un reflejo de la compleja relación histórica entre las dos naciones.
Reacciones globales y el simbolismo de la base
Mientras en Moscú las muñecas matrioskas con las caras de Putin y Trump se vendían con éxito, en Ucrania la aprehensión era palpable. Konstantyn Shtanko, desde Kiev, compartió su pesimismo: “No creo que salga nada bueno de ello. No habrá un resultado positivo; el conflicto continuará. En el mejor de los casos, será un conflicto congelado, nada más”. Esta preocupación se intensificaba al considerar que Ucrania y sus aliados europeos no habían sido invitados a la reunión.
La elección de la Base Conjunta Elmendorf-Richardson como sede no fue fortuita. Esta base fue crucial en la vigilancia y disuasión contra la Unión Soviética durante la Guerra Fría y, ocho décadas después de su fundación, mantiene su papel central en la defensa de Norteamérica. Con escuadrones equipados con cazas furtivos F-22 Raptor y operaciones de interceptación en el Ártico, la base refuerza el control de la región. Para Trump, recibir a Putin en este punto neurálgico de la defensa estadounidense transmitía un mensaje político contundente: negociar bajo la sombra del poder militar. Altos funcionarios de la Casa Blanca confirmaron que la ubicación de Anchorage ofrecía el máximo nivel de seguridad, reducía las posibilidades de protestas y permitía “mostrar músculo militar” frente a un líder que ha desafiado la supremacía estadounidense en el Ártico y el Pacífico Norte.
Esta cumbre, en su mezcla de ambiciones geopolíticas, simbolismo histórico y peculiares detalles, deja abierta la pregunta sobre si realmente podrá sentar las bases para una nueva etapa en las complejas relaciones entre Estados Unidos y Rusia o si, como muchos temen, solo representará una puesta en escena con resultados inciertos. La verdad, en la política, nunca es absoluta, pero el periodismo debe acercarse lo más posible a ella.