En el día del historiador: algunos apuntes sobre el oficio de historiar

Por Gilberto Avilez

Don Luis González y González, en su libro El oficio de historiar, después de hacer la clasificación de los historiadores (los historiadores hormigas, las abejas reinas, etc.), decía francamente que un historiador no es aquel que tiene un título que lo acredite como licenciado en historia, sino el que está en los archivos. Un historiador a carta cabal deja cuanto antes el miedo cerval que le produce la soledad del archivo. Jan de Vos, y lo seguiré repitiendo ad nausean, decía que el oficio de historiar es un oficio para solitarios, todo se hace en solitario: en el archivo no hay nadie, solo uno y los muertos que le hablan.

Creo, en verdad, que ese es el elemento principal que diferencia a un historiador (un historiador en ciernes, pero al fin historiador), de los boquiflojos y cerebro trancos que se ostentan como historiadores sin haber jamás conocido la historia viva, la que da la carga de los documentos, de los periódicos, de las historias orales.

Los madrazos y el fogueo constante que se ha recibido a lo largo de los años de archivo (el inicio de mi relación con los archivos sucedió en agosto de 2011, algo grande pues no estudié historia en la licenciatura, aunque mi cercanía a las bibliotecas fueron desde la adolescencia) de horas obsesivas en busca del dato en distintos repositorios (los de Mérida, Chetumal y los de Ciudad de México), el aprender a paleografiar sin haber tomado siquiera un sólo curso de paleografía (el ojo se adapta, la mirada historiográfica se acrecienta), el olfato y la soledad tumultuaria de los archivos, las famosísimas horas nalga frente a los documentos en bruto, las pesquisas del ayer, los indicios que se recolectan, eso, y más, eso es lo que en verdad hace a uno historiador, lo que da sustento y valor al hecho de decir, al hecho de proferir, convencido: «Si, soy historiador».

Eso, y no las diversas teorías (de Rank hasta la nueva historia, pasando por los manuales de González, de Carr, de Tenorio Trillo, de Burke) que refuerzan la mirada historiográfica, es lo que sustenta mi dicho al decir, nuevamente: «Si, soy historiador».

Y algo más hay que decir de esa especie solitaria llamada historiador: Su esfuerzo constante en dar a conocer sus investigaciones de archivo, las divulgaciones de sus trabajos, los seminarios sobre un área en que se especializa, el rescate de archivos locales, la búsqueda de la memoria oral, el fervor que le ponemos al cuidado de las bibliotecas pasadas, la cartografía de las regiones, el diálogo necesario con otras disciplinas, nuestro respeto a los maestros tutelares, la búsqueda de nuevas vías digitales para mover de nuevo a Clío. Orgullosamente decimos: sí, somos historiadores.

Bendecirás los días en el AGEY y de todos los archivos que visites en tu vida.

Los viajes al pasado: formas de llegar

Existen dos formas de viajar al pasado inventadas por el hombre hasta ahora. La primera forma es acudir a los archivos, hemerotecas y cavar en la memoria. Eso hacen los historiadores. La segunda forma de viajar al pasado, no es utilizando ninguna máquina del tiempo no inventada hasta ahora, sino el comprar tu boleto en Cubana de aviación e irte a La Habana donde el tiempo, literal, se ha detenido.

Sobre la escritura de la historia

Habría que sacar provecho de la tesis de la “imaginación histórica” que nos propone Tenorio Trillo en su libro Culturas y memoria: manual para ser historiador. La historia no es solo una acumulación incesante e incisiva de datos dispersos sobre un tema de investigación; es, además, un enamoramiento del tema, una imaginación y una pasión por el tema a tratar. Para esto, Tenorio Trillo nos recomienda la lectura polivalente, la lectura de Argos y sus mil ojos, la lectura total y sin distinciones de campos o de disciplinas. El historiador que hace uso de esa gran herramienta del arte y la revolución, es decir, el que hace uso de la imaginación histórica, además de la fría y despiadada razón, apelando a la lectura incendiaria de discursos históricos, antropológicos, literarios, poéticos, sociológicos, políticos, desborda al que solo tiene tiempo para lo simple, para lo banal, para lo aburridamente idiotizante como puede ser el casarte con un tema y no salir de ahí, y quedarte bobo y tieso antes de tiempo y sin que te des cuenta de tu rigor cadavérico. La historia, vista de ese modo, colinda con una meta narrativa sin género donde escribir claro y preciso es el primer paso a la hora de contarla: Todo es historia, sí, pero una historia alejada de los cánones de lo científicamente tieso, adormilado…

La historia no sirve para nada, pero sin la historia el hombre no sería sino una bestia ramoneante. Si nos quitaran la memoria, si nos impidieran recordar, nosotros no seríamos los mismos. La historia sirve para eso.

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