
De 1909 a 1911, Yucatán vivió su propio movimiento revolucionario contra un régimen despótico y racista, en el que las masas campesinas indígenas actuaron a contra pelo de los intereses urbanos. Ese inmenso movimiento, trabajado recientemente con suma sapiencia por José Luis Sierra o Crisanto Franco, solo tendría una compuerta de despresurización con los años de Carrillo Puerto al frente de las ligas de resistencia socialista.
De hecho, esta es la tesis que defiende Sierra en un anterior libro sobre la Revolución en Yucatán (Sierra, 2018), y que profundiza en un próximo libro que aún está en imprentas, que he tenido el privilegio de leer en estos días proporcionado por su autor: Los mayas ausentes. De la Guerra de Castas al desmembramiento del Partido socialista (por aparecer en 2025), donde Sierra analiza breve, pero con exactitud matemática, la revuelta de Valladolid del 4 de junio de 1910, y saca en conclusión cuatro razones de por qué un hecho que sin duda no estuvo relacionado con el maderismo, que era de filiación conservadora cantonista por sus líderes como Ruz Ponce, y que tenía un sesgo eminentemente local, se convertiría a la larga en una de los supuestos “antecedentes” de la revolución mexicana.
Sin duda, al menos una de las cuatro causas que enarbola recientemente el análisis histórico de Sierra Villarreal coincide con la tesis que defiende Felipe Escalante Tió (2013), acerca de que “la primera chispa de la Revolución”, eminentemente, fue un acto, más que revolucionario, de interpretación histórica con que Carlos R. Menéndez, de reconocida filiación cantonista, se ocupó de preservar la memoria de este hecho que, como bien señala Sierra, lo que ocurrió en Valladolid del 4 de junio al 9 de junio de 1910, no fue sino una infructuosa intentona golpista de los cantonistas –defenestrados del poder político desde el 1 de febrero de 1902 cuando tomó posesión sucediendo a Francisco Cantón, el que era cabeza de la Casta Divina, don Olegario Molina Solís-, que más que reivindicaciones de la raza maya o la búsqueda de un nuevo pacto social, los movía vulgares revanchismos políticos (Sierra Villarreal, 2025, en prensa).
Sin embargo, tanto a Sierra como a Escalante, tal vez se les olvida que, aunque la idea de crear una falacia histórica regional (Valladolid como primera chispa revolucionaria maderista), poniéndola como un antecedente nacional de un suceso (el suceso más importante del país en el siglo XX) que marcó a México, se debe a un sentimiento denodadamente regionalista, yucatenista: si bien en Yucatán no hubo una revolución mexicana como la pintan las historias de bronce con caballos prietos azabaches, “pelones” que no se rinden, cananas a lo Gabino Barreda persiguiendo adelitas, sí hubo un antecedente de todo eso, y eso, para el sistema político posrevolucionario priísta regional, y para las élites locales vallisoletanas, le importó bien poco que lo de Valladolid fuera un asunto de conservadores revanchistas y golpistas: tan es así que un libro que sirvió en su formación a más de una generación de jóvenes yucatecos, el libro de bachillerato de Antonio Canto López –Historia de Yucatán– aceptó sin chistar el discurso creado por la pluma de Carlos R. Menéndez (Escalante, 2013). De hecho, fue hace un par de décadas, cuando a mis manos llegó ese libro de Canto López, facturado con hojas casi de estraza, un libro gordo que llegaba casi a las 300 páginas. Me devoré sin chistar lo de la primera chispa, y ahí estaba, sin duda, ese Plan de Dzelkop, que a la primera leída lo consideré revolucionario, pero a la tercera y cuarta mirada, metido en mis afiebradas lecturas marxistas de ese entonces, lo consideré un plan tibio y muy obsecuente con el gobierno porfiriano. Frente a un Plan de San Luis –y ya no digo el Plan de Ayala- el Plan, o la proclama, o el alegato de Dzelkop tiene factura netamente conservadora.
Antes de tocar concienzudamente los “sucesos de Valladolid” del 4 de junio de 1910, es necesario dar un contexto histórico de esos años previos y posteriores al grito maderista del 20 de noviembre de 1910. Hay que decir que, en Yucatán, de 1890 a 1910, habían sucedido cambios considerables en cuanto a lo económico: este fue el periodo de mayor transformación profunda, similar a lo que sucedía en el resto del México porfiriano (Savarino, 1997: 235).
Frente a la pujanza económica que el henequén establecía para Mérida y su subregión henequenera durante el porfiriato, en subregiones yucatecas como la región sureña del Puuc – el Puuc abarcaba los Partidos de Ticul, de Peto y de Tekax-, se había dado un estancamiento económico y una pérdida demográfica; y no por nada esta región sureña con sus campesinos libres de los pueblos, sería el escenario principal del “verano de descontento” –es decir, una serie de revueltas, asonadas, rebeliones, de grupos campesinos contra la plantocracia henequenera-, anterior a la llegada de Salvador Alvarado, para marzo de 1915 (Wells y Joseph, 1996).
La crisis económica porfiriana desde el año de 1907, había hecho que se bajara el precio del henequén en el mercado internacional. Además, la crisis había pegado no sólo a los henequenales, sino hasta a los cañaverales sureños y las fincas y haciendas del oriente; y la langosta, la recurrente sequía en el campo yucateca, y hasta la aparición de un cometa –el Halley- en el cielo yucateco, harían ver presagios funestos a los campesinos, interpretando estos signos de cambio hasta en las aguas cálidas de los cenotes, como si otra guerra de castas tocara de nuevo los umbrales de la casa.
No una Guerra de Castas propiamente hablando, sino, como establece Savarino, un “despertar de las masas” que se dio entre 1909 (año que se puede establecer como inicio de la movilización popular en Yucatán) hasta enero de 1924 con la caída y muerte de Carrillo Puerto. Los grupos oligárquicos menores de Yucatán (los que seguirían a Delio Moreno Cantón o a Pino Suárez en las elecciones de 1909 cuando se reeligió el molinista Enrique Muñoz Arístegui), golpeados por la recesión y por el poder casi omnímodo del clan Molina-Montes y la Casta Divina, interpelaron a las clases populares campesinas y obreras, y desataron a un “tigre” que se pasearía por innumerables pueblos de 1909 a 1913 llevando tras de sí la sombra de “la guerra de castas;” pero por su lejanía con otras regiones del país, así como su insularidad (rodeada de mar, selva y pantanos tabasqueños), su sistema coercitivo implantado por la plantocracia henequenera impidiendo la colaboración entre pueblos, así como la unión de casi todos los finqueros (sean molinistas, pinistas o cantonistas) ante el fantasma de la Guerra de Castas, estas rebeliones del campo yucateco perdieron fuerza y se dispersaron. Sin embargo, para 1915, una vez llegado Salvador Alvarado con sus batallones, la bandera popular sería nuevamente retomada y acrisolada en tiempos de Carrillo Puerto y las ligas de resistencia socialistas de los pueblos.
Así llegamos a tocar los sucesos de Valladolid del 4 de junio de 1910, efectuado seis meses después de la infructuosa conspiración de la Candelaria, con que los grupos cantonistas quisieron derrocar en Mérida a Muñoz Arístegui. Para eso, analizaremos algunas interesantes ideas revisionistas de lo de Valladolid que ha propuesto Escalante (2013), así como a un testigo presencial, el licenciado Crescencio, don Chencho, Jiménez Borreguí, y no dejaremos de ocuparnos de la obra de Oswaldo Baqueiro (1943, 1999), y algunas ideas que defendió el creador de esta falacia histórica, Carlos R. Menéndez.
En Valladolid, en junio de 1910, aunque no podemos decirle que se trató de un antecedente directo de lo que en los desiertos del norte vendría meses después con la revolución maderista, sí tuvo un sentimiento de molestia y confrontación con el régimen molinista y la casta divina, que habían ganado a las malas unas elecciones para reelegir al esbirro de don Olegario, Muñoz Aristegui.
En el Plan de Valladolid, firmado el diez de mayo de 1910 en el paraje de Dzelkoop por Maximiliano Ramírez Bonilla (motuleño al igual que Carrillo Puerto) y otros soldados levantiscos con lecturas anarquistas, si bien no se encuentra el nombre del dictador Díaz, sí aparece el trasfondo social contra el cual los rebeldes se levantaron en armas. Si bien, como referirá el licenciado Jiménez Borreguí en sus memorias, lo de Valladolid fue un levantamiento dentro del orden porfiriano, su semántica va más allá de ese orden, pues no solo desconoció en su primer artículo al gobierno de Enrique Muñoz Aristegui, sino que afirmaba que su plan era la consecuencia del dato de que el pueblo yucateco (en ningún momento habla de “los indios” o de los mayas) “a diario siente en las espaldas el flagelo del caciquismo”, y que no puede soportar más “las arbitrariedades del terrible Dictador que ha visto impávido su agonía y su miseria y se ha burlado de sus grandes derechos por mantenerse en el poder”. ¿A qué dictador se referían? No precisamente a Díaz.
Por supuesto, leyendo dicho plan, y en el entendido que no se hace referencia alguna al gobierno de Díaz, sino al de Muñoz Aristegui, y aunque se habla de “país” en un pasaje de los considerandos, creemos y defendemos la tesis de que no existe relación alguna, que se trató de un asunto local dentro del orden. Posteriormente, Carlos R. Menéndez, en su magnífico trabajo de 1919, con su prosa clara y periodística, defendería la tesis que en un momento hizo suyo su amigo Miguel Ruz Ponce para ganarse adeptos y facilidades en el nuevo gobierno revolucionario, es decir, la tesis de que lo de Valladolid fue antecedente directo de la Revolución Mexicana.
¿Quiénes estuvieron detrás de la revuelta vallisoletana del 4 de junio de 1910? Crisanto Franco, en su estudio doctoral sobre la experiencia socialista en la Península de Yucatán, señala que el capitán Maximiliano Ramírez Bonilla (1862-1910) uno de sus líderes, estuvo preso seis meses la Penitenciaría Juárez de Mérida por su participación en la Conjura de la Candelaria de 1909, que dio como consecuencia que las elecciones de 1909 se las ganara de calle el molinista Enrique Muñoz Aristegui, reeligiéndose.
Habría que apuntar que en lo de la campaña política para la gubernatura de Yucatán de 1909, llama poderosamente la atención que dos poetas -Delio Moreno Cantón, sobrino de don Francisco Cantón, y José María Pino Suárez, de origen tabasqueño- fueran los dos principales candidatos opuestos a Muñoz Arístegui, lugarteniente del clan Molina Solís, que terminaría por reelegirse con 76,791 votos contra apenas 6 que le concedió a don Delio Moreno Cantón. Derrotados electoralmente a la mala posterior de la mortinata conjura de la Candelaria de octubre de 1909, el grupo cantonista sería el encargado de dar un intento más de derrocamiento contra la oligarquía molinista, en los sucesos de Valladolid del 4 de junio de 1910.
Estos cantonistas -y sus plumas e intelectuales, como el infatigable Carlos R. Menéndez- tratarían de hacer pasar a los sucesos de Valladolid como un antecedente directo de la revolución maderista en Yucatán. Desde 1911, cuenta Felipe Escalante Tió (2013) los intelectuales maderistas yucatecos -los genuinos seguidores de Pino Suárez, que años después sería víctima junto con Madero de la felonía militar que quiso restaurar el ancien régime porfirista- combatieron ese embeleco con todo el pundonor y la verdad.
Extraño es, como bien nos lo hizo saber Escalante Tió, observar cómo el régimen conservador priísta postrevolucionario, hermanado con un burdo sentimiento regionalista o localista tal vez, hizo pasar una revuelta conservadora que se dio “dentro del régimen porfiriano”, como un antecedente directo de la revolución que se inició el 20 de noviembre de 1910.
Los ejemplos que sí fueron revolucionarios y sí se dieron al grito de ¡viva Madero!, comenzarían en marzo de 1911 en villas como Peto, Temax y Sotuta, cuando los campesinos de los pueblos decidieron actuar, una vez que los señoritos de Mérida y Valladolid terminaran de jugar con sus conjuritas y revueltitas.
Pero no avanzaremos en este texto hacia 1910, nos quedaremos a analizar los sucesos de 1910. Y en 1910, la Penitenciaría Juárez se había convertido en la residencia oficial de los adversarios al régimen molinista que habían engrosado sus filas, posterior al intento fallido de la Conjura de la Candelaria de octubre de 1909. La Penitenciaría Juárez también se había convertido en escuela de formación política para hombres puros como Maximiliano R. Bonilla, a quien seguramente le ayudaron para levantarse en armas las lecturas anarquistas que intelectuales meridanos y extranjeros le ofrecieron. Al abandonar la prisión, Maximiliano, el alma de la revuelta vallisoletana del 4 de junio de 1910, ya tenía el plan de la rebelión en su mente, y encaminó sus pasos hacia Valladolid. Otro de los líderes de la revuelta, Atilano Albertos, el que asesinara a machetazos limpios al execrable y vitriólico jefe político de Valladolid, Luis Felipe de Regil, era originario del estado de Guerrero.